domingo, 24 de febrero de 2013

Tucumán : Megacausa Jefatura II - Arsenales II

"Ya muerto, le dieron un tiro en la cabeza"
Dijo en su testimonio Julio César Centurión, respecto a su hermano Javier Hipólito secuestrado en el 76. Una nueva audiencia cargada de conmoción. Durante la jornada el abogado defensor Luis Benedicto casi gritando expresó que no se acredita si verdaderamente los testigos son víctimas, lo cual indignó al público.

Una nueva audiencia se vivió el viernes en el marco de la Megacausa Jefatura II – Arsenales II. Uno de los testimonios más importantes fue el de Julio César  Centurión. Hermano de Javier Hipólito, quien al día de hoy continúa desaparecido. El testigo contó que a Javier lo secuestraron un 19 de agosto de 1976 en 25 de mayo y Mendoza cerca de las 21, se lo llevaron en un Torino hasta Jefatura. Cuando Julio fue a averiguar le contaron que lo detuvieron por averiguaciones de antecedentes. Se lo mencionó un policía que conocía, por su familia, se llamaba Roque Rodríguez.

Me dijo que lo espere pasado mañana en Santa Fe y Salta. Allí fui y el hombre me dijo que a su hermano lo habían trasladado.

Más tarde, gracias a un primo que era militar en Chubut, y había viajado de incógnito a Tucumán, se enteró que Javier había muerto electrocutado en una cámara de agua, no le había resistido el corazón que dejó de la latir ante los ojos del “tuerto” Albornoz. “Nos enteramos que ya muerto le dieron un tiro en la cabeza”.

En varios pasajes del relato, Julio César se quebraba al recordar esos años de angustia y espanto. También comentó cómo los militares lo dejaron en la ruina. “Teníamos una buena posición económica pero me robaron todo, dos bancos de pruebas, herramientas caras, casi 100 documentos de financiación que luego me enteré que a todos los cobraron. Quedamos en la ruina total. Nos saquearon”. Ambos hermanos tenían un taller de autos que, según dijo el testigo, les redituaba buenas ganancias. Uno de los encargados del saqueo fue el teniente primero González Naya, destacó.

Javier militaba en la Juventud Peronista, “creíamos en la justicia social”. También relató que supo del secuestro de dos hermanos Ponce. “Cuando liberan a uno secuestran a la hermana para ver como lo liquidaban al otro”, manifestó.

También declaró la testigo María Angélica Racedo, hija de Alcira e Inocencio, ambos desaparecidos un 30 de mayo de 1976 en Capischango. Por la zona había militares todo el día. La mujer dijo que a través de un militar de apellido Valdivieso consiguieron un subsidio que les permitió darse vuelta. Eran 11 hermanos y según Valdivieso, la desaparición de sus padres fue un error.

Lamentable  

El abogado Luis Benedicto que defiende a su hermano, al escribano Juan Carlos, civil acusado de crímenes aberrantes. En medio de la audiencia dijo que hasta el momento ningún testigo complicó a los imputados. Incluso casi gritando expresó que no se acredita si verdaderamente los testigos son víctimas. Esto causó indignación en el público. Una mujer llorando le gritó: “¡borracho, a mi me mataron a mi hermano!” El abogado salió de la sala, sin dignidad, por supuesto.
Sebastián Ganzburg

lunes, 18 de febrero de 2013

Testigo contó cómo Bussi ejecutaba detenidos - desaparecidos

Fue durante la declaración del testigo Alberto Luís Gallardo, en la jornada del viernes. Roberto Heriberto Albornoz como un símbolo del horror y la tortura. Habituales chicanas de la defensa para dilatar audiencias.

Por Vicente Guzzi

Tres importantes testimonios (uno de ellos verdaderamente impactante por los cuatro secuestros que sufrió el testigo/víctima); la reiterada cita de Roberto Heriberto Albornoz como un símbolo del horror y la tortura; algunas chicanas de los defensores; la manifiesta ignorancia sobre la historia reciente evidenciada por algunos defensores; la actitud de otra letrada de la defensa, que más que tal pareció una interrogadora de un centro clandestino de detención; más la usual demora en el comienzo de la sesión matutina (que en esta oportunidad comenzó minutos después de las 10.30), ocuparon la primera parte de la jornada del juicio por los delitos de lesa humanidad juzgados en la megacausa Jefatura II – Arsenales II.

Y otra vez la perversión y ensañamiento de la dictadura quedó en evidencia…


En honor a la verdad, buena parte de la demora inicial, una vez instalados los jueces, se originó en el excesivo tiempo que demandó reunir a todos los imputados recluidos en el hospital penal de Ezeiza en una sala dispuesta para que pudieran recibir imagen y audio de lo que ocurría en el Tribunal Oral Federal tucumano (T.O.F.). Por otra parte, la lectura de una resolución firmada sólo por el juez Casas, que rechazó una recusación del tribunal elevada por los imputados Albornoz y De Cándido, dio motivo a una larga perorata del defensor Mariano Galleta pidiendo la anulación de tal medida. Una larga exposición rechazada de plano por la Fiscalía, que de tan prolongada fue calificada por el fiscal Peralta como un “artilugio para seguir demorando este debate”. Tal como ocurrió –es de recordar- en la jornada anterior.

Los cuestionamientos a una defensora


Por todo lo expuesto es que recién alrededor de las 11 pudo acudir al estrado el primer testigo, Francisco Rafael Díaz, un ex afiliado al Partido Comunista, y ex dirigente gremial y ex dirigente vecinal, de 90 años de edad. Actividades políticas, sindicales y sociales que motivaron una intervención de la defensora Julieta Jorrat, quien terminó siendo acusada por la querella de “interrogar del mismo modo que los represores en los centros clandestinos de detención”, y de ser una “provocadora que intenta generar sospechas sobre actividades, cuestiones de conciencia y pensamiento de los testigos”.

Díaz, un testigo víctima, con un hijo y una hija desaparecidos, comenzó relatando el primer secuestro suyo, que padeció en diciembre de 1975, cuando un grupo de policías, comandados por “el ‘tuerto’ Albornoz” ingresó violentamente a su domicilio, a medianoche, llevándose además varios bienes y elementos personales, entre los que citó una máquina de escribir, una radio, y un reloj. Llevado a la Jefatura de Policía, fue ubicado en una sala en la que había unos “setenta detenidos”, oportunidad en la que fue golpeado. Horas después, y en presencia de Arrechea, fue dispuesta su liberación por falta de pruebas que justificaran el secuestro.

En el ’76 fue otra vez secuestrado y llevado en esta oportunidad a la Escuela de Educación Física (EUDEF), dónde pudo escuchar a gendarmes con tonada litoraleña, y ver -según sus cálculos- a más de cien secuestrados, tirados en el piso. A su lado reconoció a tres jóvenes a los que había visto en Jefatura durante su cautiverio. Dos de ellos, muy golpeados, finalmente supo que fueron ejecutados frente a los portones del ex ingenio San Juan, aunque la crónica de esos días, afirmaba que habían sostenido un “enfrentamiento” con efectivos militares.

Detenido posteriormente varias veces y en distintas ocasiones, Díaz, efectuó varias denuncias y averiguaciones sobre sus hijos desaparecidos, aunque sin resultado alguno.

Acusó de ladrones a Albornoz y a Arrechea, y dijo no sentir odio sino lástima por los militares imputados.

El secuestro de Francisco Rafael Díaz (hijo)

A continuación prestó declaración Juan Carlos Díaz, hijo del testigo anterior, con dos hermanos secuestrados, Francisco Rafael y Susana Elena, aunque en su relato se refirió sólo al primero. Recordó que una noche, en marzo del ’76, en un operativo del que participaron civiles encapuchados, y un militar, todos con armas largas, se llevaron a su hermano. El padre estaba en el interior de uno de los automóviles. El joven fue llevado a EUDEF, dónde fue golpeado y torturado, aunque 48 horas después fue liberado y arrojado desde un auto en la esquina de Rondeau y Gorriti.

Pero el 24 de mayo de 1978, sentado en el frente de su casa, en Lavalle al 3300, a la medianoche, vio que un grupo de civiles encapuchados, en tres automóviles, un Renault 12, un Peugeot 504, y un Ford Taunus, perseguían a un joven. Una vez reducido, el joven fue introducido en el baúl de uno de los vehículos, y llevado otra vez a EUDEF. En el lugar del operativo, poco después, el testigo encontró un zapato (de su hermano), un cable de grabador, y un cargador de arma con las vainas servidas.

Juan Carlos efectuó denuncias en la Jefatura de Policía, en el Comando, en la Iglesia, y fue presentado un hábeas corpus, aunque sin resultados positivos. Incluso, en otra denuncia personal en el despacho del ex juez federal Manlio Martínez, entregó al funcionario judicial el cargador del que finalmente nada se supo. También fueron denunciadas las patentes de los autos Renault y Peugeot.

Una joven moribunda, colgada de los tobillos…

Este espectáculo dantesco es el que vio Alberto Luís Gallardo en la “Escuelita” de Famaillá, y fue sólo uno de los espeluznantes detalles que dio a conocer sobre el calvario que le tocó vivir durante el plan sistemático de exterminio llevado a cabo por los militares argentinos, desde marzo de 1976.

Gallardo, víctima de cuatro secuestros, y que se mantiene vivo sólo por el error de un militar y “gracias a la mano de Dios”, fue llevado de noche, de su casa, en calle Mendoza 1340, por primera vez, mientras dormía con su familia, en agosto de 1975. Algunos de la patota estaban encapuchados. Ingresaron a los tiros, rompiendo y robando todo lo encontraban a su paso, destruyendo colchones, golpeando a sus hijos, una nena de diez años, y un muchacho de dieciséis, y matando al perro.

La misma noche del secuestro, cabe señalar como homenaje a un ilustre abogado, defensor de presos políticos y también asesinado, el doctor Pisarello concurrió al domicilio de Gallardo, para que su esposa firmara un hábeas corpus que jamás fue recibido en la justicia.

Este hombre (Gallardo), por entonces un próspero empresario, vendedor e instalador de equipos de luces y sonido, jamás pudo volver a reconstruir su empresa por los reiterados robos de mercadería que padeció.

En agosto del ’75, entonces, él y su hijo, Carlos Alberto, fueron llevados a la “Escuelita” de Famaillá. Allí padecieron torturas físicas y psíquicas, e incluso le hicieron volar a golpes la dentadura superior al padre, y quebraron una mano al joven. Estaba acusado, Gallardo, de integrar el grupo que colocó una bomba en el aeropuerto, al paso de un avión Hércules. Tal acusación devino porque ese día, volviendo del interior, había pasado con su automóvil por la avenida Benjamín Aráoz (adyacente a la entonces aeroestación), minutos después del atentado.

Un amanecer, atado él de pies y manos fue cuando vio en ese campo de concentración a la joven moribunda, colgada de los tobillos de una viga, en una galería, sangrando y con una herida que iba desde la vagina hasta el cuello. Unos días después, lo llevaron a una oficina, y le destaparon un poco la venda para que pudiera firmar un documento de cuyo texto nada supo. De reojo pudo observar que enfrente suyo había un militar de cierta jerarquía, y un prelado con una faja púrpura pendiendo desde la cintura.

Subidos en la caja de una camioneta, él y su hijo, fueron abandonados frente a la iglesiaSan Pío X, por entonces ubicada sobre Lavalle, cerca de avenida Colón.

“Lo que ocurrió, por algo será…”

Tal fue la afirmación del entonces gobernador Amado Nicomedes Juri, que se negó a recibir a Gallardo en casa de Gobierno, cuando, al día siguiente de su liberación, concurrió acompañado por el senador Corbalán. Este, a su vez, por pedido del senador Dardo Molina, lo había acompañado previamente al despacho del ex jefe de Policía, Arrechea, quién al verlo le dijo “ah… Usted es al que matamos el perro…”

Siete meses después, el 24 de marzo de 1976, alrededor de las 22, en medio de una reunión familiar, volvió la patota, pero esta vez incluso con policías federales, que llevaron a Gallardo a la Jefatura. En la oficina del temido D2, fue insultado y golpeado por Albornoz, y con Arrechea entrando y saliendo del lugar. Aunque esta vez, alrededor de las cinco de la mañana, golpeado pero vivo, salió caminando por la puerta principal del edificio. Al día siguiente otra vez efectuó denuncias por lo ocurrido, sin recibir respuestas ni aclaraciones.

El tercer secuestro ocurrió al mediodía en la vía pública, en la primera semana de abril siguiente, en la intersección de San Martín y Laprida, frente mismo de la Casa de Gobierno y de Plaza Independencia. Llevado a la Jefatura fue otra vez salvajemente torturado por Albornoz y el teniente González Naya. Esa misma noche, alrededor de las 23, fue trasladado al Arsenal en un camión -vaya paradoja- de “transporte de carne”, con otros secuestrados. Cuarenta y ocho horas después, en un automóvil era trasladado a la esquina de avenida Juan B. Justo al 1200, dónde fue otra vez liberado.

Pero en la última semana del mes de abril del ‘77, es otra vez secuestrado en la vía pública, en la intersección de Marco Avellaneda y Córdoba, y llevado por segunda vez al Arsenal. Allí, en una habitación con varios secuestrados, uno de ellos -en muy malas condiciones físicas- pedía que lo mataran. Esto, en medio de quejidos, lamentos y ayes de dolor…

Todos con las manos manchadas de sangre…

Estando allí escuchó gritos de Bussi, ordenando a un grupo de secuestrados que se arrodillara frente a varias fosas que habían sido cavadas en círculo. Allí los iban a ejecutar, y sus cuerpos caían a las fosas. Uno de ellos clamaba para que no lo mataran…

El primero en disparar era el mismo Bussi, pero después debían hacer lo mismo sus subordinados, para que todos tuvieran sus manos manchadas de sangre y participaran del pacto de silencio… Según relatos de un gendarme que declaró en la Embajada de España en Buenos Aires, Germán Torres, una de las víctimas de estas ejecuciones fue una ciudadana española joven llamada Ana Corral.

En la noche siguiente lo sacaron de la habitación y le quitaron la venda. Había tres camiones y delante de cada uno de ellos una fila de víctimas. El primer vehículo estaba destinado a “Disposición Final”. Y allí debió ubicarse Gallardo. Pero otro militar, al preguntar su número de interno, lo hizo cambiar de fila. Y así, por un hecho fortuito, pudo salvar la vida. Ya en el otro camión, fue liberado en Esquina Norte.

En un taxi fue a su casa, se bañó, cambió su ropa, tomó una bicicleta y se fue a la casa de unos compañeros que estaban armando un viaje a Salta. Días después se enteró que en la noche siguiente la manzana fue rodeada por una patota que, otra vez, ingresó a los tiros a la vivienda familiar. Pero Gallardo ya no estaba: había logrado salvarse…

“Pido sólo justicia”, afirmó Gallardo al terminar su larga declaración, que dejó anonadados a los presentes en la sala del T.O.F. tucumano.

Megacausa Jefatura II - Arsenales II Un calvario de tortura

El testimonio más importante del viernes por la tarde fue el de Juan Antonio Fote. Se escuchó el audio de su declaración realizada en la Megacausa Jefatura I en el 2010. También declararon Justo José Juárez y Luis Fernando Monti, ambos sobre el caso de Carlos Soto. No aportaron demasiada información

Juan Antonio Fote fue detenido el 19 de abril ‘75.” Me sacaron de la casa a las 3 de la mañana. Me introdujeron en un Torino verde, junto a 15 personas más de San José. “Nos llevaron a la Brigada”, recordó


Según Fote, hermano del dirigente de la FOTIA, Fortunato Leandro Fote secuestrado el 1° de diciembre de 1976 y desaparecido hasta la fecha, “una noche vino Albornoz puteando y diciendo “se terminó la contemplación para la gente de San José”.

Lo golpearon mientras le preguntaban por su hermano. Se le cayó la venda y lo vio a Albornoz. “A este hijo de puta había que matarlo afuera y no traerlo adentro”, expresó el genocida.

“Al otro día no me podía mover. A los tres días me llevaron a declarar, vendado, en la misma habitación. Me interrogó Albornoz. Tenía un papel donde decía que tenía reuniones con un grupo como de 30, 40 personas en la casa de mi hermana. Le digo que no, que ahí solo iba en ocasiones a tomar mate. Después me dice que me levante despacito la venda para que lea, había escrito lo que había dicho. Después me pregunta: ‘¿La conoce a la negra ahumada?’. La conocía porque era presidenta de una unidad básica que estaba en la zona. Me dijo que estaba ahí por ella”.

Sufrió innumerables torturas. “Me llevaron a un pasillo y me agarraron a patadas. Me sacaron la ropa, me ducharon, pegaron. Luego me llevaron a una cama medio plástica, me ataron los pies y las manos y vino un médico a tomarme el pulso. Primero me picanearon en las piernas, después en los testículos y en la boca. Me preguntaban por mi hermano Fortunato y por otros nombres. También me echaban baldadas de agua; me temblaba el cuerpo. Cada vez me ponían con más intensidad”.

 Luego de varios días lo llevaron a la Brigada, luego al Juzgado Federal. Me leyeron la declaración que me había tomado Albornoz, después me llevaron a Jefatura y finalmente a fines de mayo a Villa Urquiza. Estuve ahí 5 días, nos cargaron en un avión y me mandaron al penal de Rawson, donde estuve hasta finales del ‘80. Después me llevaron a La Plata, donde estuve hasta el 16 de noviembre del ‘81; me largaron con  libertad vigilada. Así estuve hasta diciembre del ‘82”.

 Además de Fortunato Leandro, Fote indicó que tiene “un hermano de apellido Pacheco Figueroa Ambrioso, sacado el 26 de agosto del año ’75 por el señor Albornoz con su grupo de la casa de una hermana. Era 4 años mayor que yo y nunca volvió a aparecer. Él vivía en San José, de donde hay como 20, 24 personas desaparecidas”.

También declararon Justo José Juárez y Luis Fernando Monti, ambos sobre el caso de Carlos Soto. No aportaron demasiada información.

Las audiencias continuarán el jueves.

jueves, 14 de febrero de 2013

Megacausa Jefatura II - Arsenales II: Especialista brindará testimonio sobre efectos psicosociales durante la dictadura

Continúan las audiencias en la Megacausa Jefatura II – Arsenales II. La primera testigo será la Directora del Centro Ulloa de la Secretaría de DDHH de la Nación, Fabiana Rousseaux. Declarará sobre los efectos psicosociales del Terrorismo de Estado.

Continúan las audiencias de la Megacausa Jefatura II – Arsenales II. El primer testimonio lo brindará Fabiana Rousseaux, Directora del Centro Ulloa de la Secretaría de DDHH de la Nación.

“Rousseaux declarará acerca de los efectos psicosociales del Terrorismo de Estado y específicamente de la práctica de la desaparición forzada de personas. Para quienes no conozcan a Fabiana Rousseaux es una eminencia en el tema, una profesional prestigiosa y brillante”, indicó la abogada querellante Julia Vitar.

También declararan Lucia Campos, Lili Gómez de Campos y Oscar Z. Campos. “Son hijos, esposa y hermano respectivamente de Enrique Aurelio Campos, conocido como ‘Negro Manuel’ militante peronista y montonero secuestrado en julio de 1977 en el departamento de Cruz Alta. Fue visto por Juan Martín secuestrado en Jefatura de Policía, donde llegó herido de bala”, comentó la letrada.

En este sentido mencionó que Campos “fue intendente de la localidad de Aguaray en Salta, durante el Gobierno de Ragone, de donde tuvo que irse por ser un perseguido político, como otros militantes populares de esa provincia”.

Vitar, además pidió que “la mayor cantidad de personas puedan acompañarnos esta semana en las audiencias, ha sido un comienzo duro por el peso y el valor de los testimonios, y necesitamos la presencia de la mayor cantidad de compañeros y compañeras que se sientan comprometidos con la Memoria,  la Verdad y la Justicia”.

Finalmente expresó que “para las madres, padres, hermanas/os, esposas/os, hijas/os y sobrevivientes que declaran, no hay nada más reconfortante que sentir el aplauso y el calor de un público que los acompaña y reivindica su lucha y su compromiso después de tantos años”.

A partir de las 9:00 son las audiencias orales y públicas en Crisóstomo Alvarez y Chacabuco, cualquiera puede ingresar con su DNI siendo mayor de 18 años. 

miércoles, 13 de febrero de 2013

Causa Arsenal y jefatura de Tucumán: declara la Familia de Enrique Campos ex intendente de Aguaray

Este jueves 14 de febrero, en la ciudad de San Miguel de Tucumán,  a partir de las 9 de la mañana  declararan Lelia Gómez de Campos y  Licia Campos, esposa  e hijas de Enrique Campos. En el marco del proceso se encuentran acumuladas las causas Arsenal Miguel de Azcuénaga y Jefatura de Policía. Se juzga a 41 imputados, por crímenes en perjuicio de 235 víctimas, este juicio oral y público que dio inicio el 12 de noviembre del 2012.

Enrique Campos, nació el 18 de mayo de 1944. En el norte salteño pasó su infancia y juventud, conocido como "el asmao", se destacó por sus condiciones para el deporte y por su gran sensibilidad social. Se enamoró de Lilí y juntos formaron una familia con sus 5  hijos.
Siempre perseverante trabajó y estudió; desempeñándose como jefe de supervisión de seguridad industrial en Y.P.F. Concretó sus estudios secundarios como perito mercantil y obtuvo su titulo de Asesor en Seguridad Industrial  otorgado por la O.E.A.

Abrazó la causa popular  y su compromiso lo llevó a ser un reconocido militante de la Juventud  Peronista.  En 1973, asumió como Intendente del municipio de Aguaray, Departamento San Martín de la provincia de Salta, en el mandato del Dr. Miguel Ragone (único Gobernador desaparecido de la República Argentina) con el compromiso de producir las transformaciones que debía realizar el gobierno votado por la mayoría popular. Desde entonces fue perseguido políticamente, aún antes de la intervención federal al gobierno provincial, decretado durante la presidencia de Isabel Martínez de Perón en noviembre del 74'.    En el contexto de una exacerbada persecución política; la desaparición forzada y ejecutoria de compañeros de la región; el acoso de las fuerzas de seguridad, en la vía pública y numerosos allanamientos a su domicilio, ante un anunciado e inminente secuestro, se  vio obligado a dejar su hogar y su pueblo.

El 21 de julio de 1977, a la edad de 33 años, fue secuestrado en las inmediaciones del Río Salí Provincia de Tucumán donde vivía en la clandestinidad con su familia. Según Informe de la Comisión Bicameral Investigadora de las violaciones de los Derechos Humanos en la Provincia de Tucumán (1974-1983) figura un testimonio el cual lo nombra como persona vista en el centro clandestino de detención de la Jefatura de Policía de Tucumán.
Testimonio de David Cejas
 “Campos fue militante de la Juventud Peronista. Un gran hombre, el único que conozco que donaba la mitad de su sueldo y con lo que le quedaba, nunca llegaba a fin de mes. Eso lo viví en carne propia porque mi papá era secretario de Gobierno de Enrique”, comentó, Cejas.
En este sentido, resaltó que “fue el primero en instalar una escuela de enfermería hecha y operada por los propios aborígenes en el norte de la provincia de Salta. Ha luchado contra la explotación maderera por lo que se ganó muchos enemigos que le han hecho denuncias falsas por atentados que nunca cometió”.
Siguió relatando que “cuando se realiza la intervención de Salta en el año 1974 empezó el infierno. Se pone al escribano José Alejandro Mosquera -discípulo deAlberto Otalagano- como gobernador. Éste nos hizo muy difíciles los años hasta la desaparición de Campos, porque escribíamos sobre él”.
Asimismo, el periodista berissense sostuvo que “se presume que Enrique estuvo vivo tres días, y que su cuerpo está en el Batallón de Arsenales Miguel Azcuénaga, en Tucumán”.

domingo, 10 de febrero de 2013

El relato de la víctima

 Por Horacio González

Jornadas cruciales las del juicio a los represores de Tucumán. Se trata de civiles vinculados a grupos de tareas o servicios de inteligencia de la época y un sacerdote que asistía a las torturas. Esta frase está llena de eufemismos: ¿qué es una “tarea”, qué la “inteligencia”? Quizá no es un eufemismo la palabra sacerdote. ¿O sí? Presencié la primera jornada, acompañando a mi amigo, el gran músico Juan Falú, cuyo hermano Lucho está desaparecido, sabiéndose que estuvo secuestrado en el Arsenal del ejército, y allí asesinado. Escribo estas rápidas notas lleno de tristeza, dudas y preocupaciones. La sala del juicio, con sus jueces, fiscales y querellantes, habla la lengua judicial, exhibe sus mecanismos, procedimientos, estilos de preguntas y repreguntas un poco misteriosas para el lego, y una calculada apatía donde la verdad saldría de la materia trágica que exponen los declarantes, pero tamizada por un fraseo tribunalicio distante y a veces hermético.

Primera observación inesperada. Los familiares de los acusados eran amplia mayoría. Portaban carteles y bombos y una gran leyenda: Familiares de presos políticos. Bulliciosos, no dejaron su ejercicio de percusión –que llegaba desde la calle– durante casi toda la jornada, gozosos de haber incautado la expresión que antes significaba otra cosa. Actuaban como militantes sociales que tomaban un lugar exótico para ellos, que no correspondía, pero que en el entrecruzamiento y confiscación de los conceptos ahora les permitía a ellos ser los portadores. Se consideran presos políticos, manifiestan con el tamboril popular, sonido de fondo de la historia nacional, y dentro de la sala ocupan casi por completo los asientos disponibles.

No ocurre lo mismo con los familiares de los declarantes, de las víctimas reales. En el sector del salón que nos correspondía, éramos muchos menos. El resto de las sillas estaba cubierto por los viejos carteles, ajados, escenografía de tantas manifestaciones. Eran los rostros jóvenes de aquellos años, como si ellos, con sus peinados de entonces y sus saquitos y corbatas espectrales, estuvieran allí sentados. El sentimiento que provocaban era sobrecogedor. Simplemente eran carteles sentados, fotos dignamente erosionadas como testigos mudos en nombre de los cuales ocurría todo. Pero nadie sostenía esos carteles; tenían asiento y no manos que los levantaran.

Quizá se podría decir que ése era el peso real que tienen los símbolos, abultar con su presencia cuanto más alejados parecen. Ahí, en fila, como alumnos de una clase inocente, que ese día acaso hubieran faltado y a último momento su foto concurriera de reemplazo. Pero en la otra ala del recinto, los familiares de los “presos políticos” exhibían una militancia clásica. Se movían, saludaban con aplomo y aplaudían con ironía los testimonios más trágicos. El sacerdote incriminado por amparar las más innobles vejaciones, un hombre alto, mayor, saludaba a todo el mundo como en una alegre recepción casamentera, muy seguro en su sotana, con una ancha faja cardenalicia en su cintura. Parecía decir: “aquí está la Iglesia de Tucumán; ¿no lo sabían?, entérense, en mi curialesco traje de gala está adherida una posición que no es una sospecha, es una real comprobación, hay una institución que apoya todo esto: esto, lo que hicimos”.

Segunda comprobación menos inesperada. Escuchamos el testimonio de Vilma Ribero, una madre de 85 años. Con voz firme relató las circunstancias del secuestro de su hija desaparecida. Esa voz venía a restituir lo que la configuración de la sala no permitía resolver. Eramos menos, no estábamos ruidosos ni alegres, no había manifestación. Pero había una voz, por momentos entrecortada, dueña de un gran relato. Se percibía que lo había dicho muchas veces, como es lógico, desde hace varias décadas. Contado con las mismas inflexiones a amigos, a compañeras de Madres, a otros jueces y fiscales, a periodistas. Muchos conocían esa historia, que es una historia de delaciones, relaciones entrecruzadas entre militantes capturados, militantes que bajo la ominosidad de la tortura colaboraron sin poder hacer otra cosa, o quizá simulaban hacerlo, y que aun así no se salvaron de las dos letras que se leen en las listas disponibles, en manos de la fiscalía: DF. “Disposición final”. El relato de Vilma tiene una simplicidad difícil de describir, hay un hablar que se mueve seguro entre peñascos de dolor, que parece ya calcificado, pero al abrirse de repente deja ver todo como si se estuviera hablando por primera vez. Todo se describe minuciosamente, como lo indica el Tribunal, cuya mediación es indispensable para que el relato trágico se torne judicial. ¿Y viceversa? Un joven fiscal, en un paréntesis, pronuncia la palabra “Edipo Rey”. Sabe que la tragedia y el orden judicial están absolutamente emparentados.

Vilma expuso con firmeza asombrosa, una pieza magistral, de infinita lucidez dolorosa, y como los grandes oradores de los foros de la antigüedad clásica, dejó su alegato para el final, en la tensa cúspide de su relato. Se trataba de una condena serena pero recóndita a los represores, allí presentes, a dos metros de distancia. Una representación de la compleja sociedad tucumana, en la espesura de sus hondas diferenciaciones, más tremendas por el inusitado apoyo social que sostiene a los represores. Citó a Dios, Vilma. Se amparó como creyente en esa reverente palabra. Para inspirar por último una condena moral a esos otros hombres, sacerdotes, policías, civiles de los servicios, por considerarlos fuera de un orden comunitario. Hienas, llegó a decirles, con la serenidad de un cristiano primitivo amparado por sus dioses sin mediaciones.

En la sala del tribunal, un mudo crucifijo de circunstancias. Del otro lado, el sacerdote represor con su orgullosa indumentaria, indiferente. Mucho está en juego en este juicio. La historia moderna y reciente de Tucumán estaba en vilo, mientras los automovilistas hacían sonar impacientes su bocina porque la calle del tribunal está bloqueada. Displicentes. Adentro, parecía un combate entre semejantes Dioses con heterogéneas encarnaduras. Una representación estaba fija en la pared; otra era la de un hombre confiante de sus horrendos actos, un cura, reproducción del Gran Inquisidor; la otra anidaba en la voz firme de Vilma. Comprobación final: ¿no es necesario redoblar nuestra atención sobre estos juicios?, ¿no es necesario volver a examinar en nosotros mismos las palabras que usamos, muchas de ellas decomisadas por la devoradora espesura de los años que han pasado y la restauración que encarnan esos represores confiados, complacidos?