domingo, 10 de febrero de 2013

El relato de la víctima

 Por Horacio González

Jornadas cruciales las del juicio a los represores de Tucumán. Se trata de civiles vinculados a grupos de tareas o servicios de inteligencia de la época y un sacerdote que asistía a las torturas. Esta frase está llena de eufemismos: ¿qué es una “tarea”, qué la “inteligencia”? Quizá no es un eufemismo la palabra sacerdote. ¿O sí? Presencié la primera jornada, acompañando a mi amigo, el gran músico Juan Falú, cuyo hermano Lucho está desaparecido, sabiéndose que estuvo secuestrado en el Arsenal del ejército, y allí asesinado. Escribo estas rápidas notas lleno de tristeza, dudas y preocupaciones. La sala del juicio, con sus jueces, fiscales y querellantes, habla la lengua judicial, exhibe sus mecanismos, procedimientos, estilos de preguntas y repreguntas un poco misteriosas para el lego, y una calculada apatía donde la verdad saldría de la materia trágica que exponen los declarantes, pero tamizada por un fraseo tribunalicio distante y a veces hermético.

Primera observación inesperada. Los familiares de los acusados eran amplia mayoría. Portaban carteles y bombos y una gran leyenda: Familiares de presos políticos. Bulliciosos, no dejaron su ejercicio de percusión –que llegaba desde la calle– durante casi toda la jornada, gozosos de haber incautado la expresión que antes significaba otra cosa. Actuaban como militantes sociales que tomaban un lugar exótico para ellos, que no correspondía, pero que en el entrecruzamiento y confiscación de los conceptos ahora les permitía a ellos ser los portadores. Se consideran presos políticos, manifiestan con el tamboril popular, sonido de fondo de la historia nacional, y dentro de la sala ocupan casi por completo los asientos disponibles.

No ocurre lo mismo con los familiares de los declarantes, de las víctimas reales. En el sector del salón que nos correspondía, éramos muchos menos. El resto de las sillas estaba cubierto por los viejos carteles, ajados, escenografía de tantas manifestaciones. Eran los rostros jóvenes de aquellos años, como si ellos, con sus peinados de entonces y sus saquitos y corbatas espectrales, estuvieran allí sentados. El sentimiento que provocaban era sobrecogedor. Simplemente eran carteles sentados, fotos dignamente erosionadas como testigos mudos en nombre de los cuales ocurría todo. Pero nadie sostenía esos carteles; tenían asiento y no manos que los levantaran.

Quizá se podría decir que ése era el peso real que tienen los símbolos, abultar con su presencia cuanto más alejados parecen. Ahí, en fila, como alumnos de una clase inocente, que ese día acaso hubieran faltado y a último momento su foto concurriera de reemplazo. Pero en la otra ala del recinto, los familiares de los “presos políticos” exhibían una militancia clásica. Se movían, saludaban con aplomo y aplaudían con ironía los testimonios más trágicos. El sacerdote incriminado por amparar las más innobles vejaciones, un hombre alto, mayor, saludaba a todo el mundo como en una alegre recepción casamentera, muy seguro en su sotana, con una ancha faja cardenalicia en su cintura. Parecía decir: “aquí está la Iglesia de Tucumán; ¿no lo sabían?, entérense, en mi curialesco traje de gala está adherida una posición que no es una sospecha, es una real comprobación, hay una institución que apoya todo esto: esto, lo que hicimos”.

Segunda comprobación menos inesperada. Escuchamos el testimonio de Vilma Ribero, una madre de 85 años. Con voz firme relató las circunstancias del secuestro de su hija desaparecida. Esa voz venía a restituir lo que la configuración de la sala no permitía resolver. Eramos menos, no estábamos ruidosos ni alegres, no había manifestación. Pero había una voz, por momentos entrecortada, dueña de un gran relato. Se percibía que lo había dicho muchas veces, como es lógico, desde hace varias décadas. Contado con las mismas inflexiones a amigos, a compañeras de Madres, a otros jueces y fiscales, a periodistas. Muchos conocían esa historia, que es una historia de delaciones, relaciones entrecruzadas entre militantes capturados, militantes que bajo la ominosidad de la tortura colaboraron sin poder hacer otra cosa, o quizá simulaban hacerlo, y que aun así no se salvaron de las dos letras que se leen en las listas disponibles, en manos de la fiscalía: DF. “Disposición final”. El relato de Vilma tiene una simplicidad difícil de describir, hay un hablar que se mueve seguro entre peñascos de dolor, que parece ya calcificado, pero al abrirse de repente deja ver todo como si se estuviera hablando por primera vez. Todo se describe minuciosamente, como lo indica el Tribunal, cuya mediación es indispensable para que el relato trágico se torne judicial. ¿Y viceversa? Un joven fiscal, en un paréntesis, pronuncia la palabra “Edipo Rey”. Sabe que la tragedia y el orden judicial están absolutamente emparentados.

Vilma expuso con firmeza asombrosa, una pieza magistral, de infinita lucidez dolorosa, y como los grandes oradores de los foros de la antigüedad clásica, dejó su alegato para el final, en la tensa cúspide de su relato. Se trataba de una condena serena pero recóndita a los represores, allí presentes, a dos metros de distancia. Una representación de la compleja sociedad tucumana, en la espesura de sus hondas diferenciaciones, más tremendas por el inusitado apoyo social que sostiene a los represores. Citó a Dios, Vilma. Se amparó como creyente en esa reverente palabra. Para inspirar por último una condena moral a esos otros hombres, sacerdotes, policías, civiles de los servicios, por considerarlos fuera de un orden comunitario. Hienas, llegó a decirles, con la serenidad de un cristiano primitivo amparado por sus dioses sin mediaciones.

En la sala del tribunal, un mudo crucifijo de circunstancias. Del otro lado, el sacerdote represor con su orgullosa indumentaria, indiferente. Mucho está en juego en este juicio. La historia moderna y reciente de Tucumán estaba en vilo, mientras los automovilistas hacían sonar impacientes su bocina porque la calle del tribunal está bloqueada. Displicentes. Adentro, parecía un combate entre semejantes Dioses con heterogéneas encarnaduras. Una representación estaba fija en la pared; otra era la de un hombre confiante de sus horrendos actos, un cura, reproducción del Gran Inquisidor; la otra anidaba en la voz firme de Vilma. Comprobación final: ¿no es necesario redoblar nuestra atención sobre estos juicios?, ¿no es necesario volver a examinar en nosotros mismos las palabras que usamos, muchas de ellas decomisadas por la devoradora espesura de los años que han pasado y la restauración que encarnan esos represores confiados, complacidos?

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