lunes, 18 de febrero de 2013

Testigo contó cómo Bussi ejecutaba detenidos - desaparecidos

Fue durante la declaración del testigo Alberto Luís Gallardo, en la jornada del viernes. Roberto Heriberto Albornoz como un símbolo del horror y la tortura. Habituales chicanas de la defensa para dilatar audiencias.

Por Vicente Guzzi

Tres importantes testimonios (uno de ellos verdaderamente impactante por los cuatro secuestros que sufrió el testigo/víctima); la reiterada cita de Roberto Heriberto Albornoz como un símbolo del horror y la tortura; algunas chicanas de los defensores; la manifiesta ignorancia sobre la historia reciente evidenciada por algunos defensores; la actitud de otra letrada de la defensa, que más que tal pareció una interrogadora de un centro clandestino de detención; más la usual demora en el comienzo de la sesión matutina (que en esta oportunidad comenzó minutos después de las 10.30), ocuparon la primera parte de la jornada del juicio por los delitos de lesa humanidad juzgados en la megacausa Jefatura II – Arsenales II.

Y otra vez la perversión y ensañamiento de la dictadura quedó en evidencia…


En honor a la verdad, buena parte de la demora inicial, una vez instalados los jueces, se originó en el excesivo tiempo que demandó reunir a todos los imputados recluidos en el hospital penal de Ezeiza en una sala dispuesta para que pudieran recibir imagen y audio de lo que ocurría en el Tribunal Oral Federal tucumano (T.O.F.). Por otra parte, la lectura de una resolución firmada sólo por el juez Casas, que rechazó una recusación del tribunal elevada por los imputados Albornoz y De Cándido, dio motivo a una larga perorata del defensor Mariano Galleta pidiendo la anulación de tal medida. Una larga exposición rechazada de plano por la Fiscalía, que de tan prolongada fue calificada por el fiscal Peralta como un “artilugio para seguir demorando este debate”. Tal como ocurrió –es de recordar- en la jornada anterior.

Los cuestionamientos a una defensora


Por todo lo expuesto es que recién alrededor de las 11 pudo acudir al estrado el primer testigo, Francisco Rafael Díaz, un ex afiliado al Partido Comunista, y ex dirigente gremial y ex dirigente vecinal, de 90 años de edad. Actividades políticas, sindicales y sociales que motivaron una intervención de la defensora Julieta Jorrat, quien terminó siendo acusada por la querella de “interrogar del mismo modo que los represores en los centros clandestinos de detención”, y de ser una “provocadora que intenta generar sospechas sobre actividades, cuestiones de conciencia y pensamiento de los testigos”.

Díaz, un testigo víctima, con un hijo y una hija desaparecidos, comenzó relatando el primer secuestro suyo, que padeció en diciembre de 1975, cuando un grupo de policías, comandados por “el ‘tuerto’ Albornoz” ingresó violentamente a su domicilio, a medianoche, llevándose además varios bienes y elementos personales, entre los que citó una máquina de escribir, una radio, y un reloj. Llevado a la Jefatura de Policía, fue ubicado en una sala en la que había unos “setenta detenidos”, oportunidad en la que fue golpeado. Horas después, y en presencia de Arrechea, fue dispuesta su liberación por falta de pruebas que justificaran el secuestro.

En el ’76 fue otra vez secuestrado y llevado en esta oportunidad a la Escuela de Educación Física (EUDEF), dónde pudo escuchar a gendarmes con tonada litoraleña, y ver -según sus cálculos- a más de cien secuestrados, tirados en el piso. A su lado reconoció a tres jóvenes a los que había visto en Jefatura durante su cautiverio. Dos de ellos, muy golpeados, finalmente supo que fueron ejecutados frente a los portones del ex ingenio San Juan, aunque la crónica de esos días, afirmaba que habían sostenido un “enfrentamiento” con efectivos militares.

Detenido posteriormente varias veces y en distintas ocasiones, Díaz, efectuó varias denuncias y averiguaciones sobre sus hijos desaparecidos, aunque sin resultado alguno.

Acusó de ladrones a Albornoz y a Arrechea, y dijo no sentir odio sino lástima por los militares imputados.

El secuestro de Francisco Rafael Díaz (hijo)

A continuación prestó declaración Juan Carlos Díaz, hijo del testigo anterior, con dos hermanos secuestrados, Francisco Rafael y Susana Elena, aunque en su relato se refirió sólo al primero. Recordó que una noche, en marzo del ’76, en un operativo del que participaron civiles encapuchados, y un militar, todos con armas largas, se llevaron a su hermano. El padre estaba en el interior de uno de los automóviles. El joven fue llevado a EUDEF, dónde fue golpeado y torturado, aunque 48 horas después fue liberado y arrojado desde un auto en la esquina de Rondeau y Gorriti.

Pero el 24 de mayo de 1978, sentado en el frente de su casa, en Lavalle al 3300, a la medianoche, vio que un grupo de civiles encapuchados, en tres automóviles, un Renault 12, un Peugeot 504, y un Ford Taunus, perseguían a un joven. Una vez reducido, el joven fue introducido en el baúl de uno de los vehículos, y llevado otra vez a EUDEF. En el lugar del operativo, poco después, el testigo encontró un zapato (de su hermano), un cable de grabador, y un cargador de arma con las vainas servidas.

Juan Carlos efectuó denuncias en la Jefatura de Policía, en el Comando, en la Iglesia, y fue presentado un hábeas corpus, aunque sin resultados positivos. Incluso, en otra denuncia personal en el despacho del ex juez federal Manlio Martínez, entregó al funcionario judicial el cargador del que finalmente nada se supo. También fueron denunciadas las patentes de los autos Renault y Peugeot.

Una joven moribunda, colgada de los tobillos…

Este espectáculo dantesco es el que vio Alberto Luís Gallardo en la “Escuelita” de Famaillá, y fue sólo uno de los espeluznantes detalles que dio a conocer sobre el calvario que le tocó vivir durante el plan sistemático de exterminio llevado a cabo por los militares argentinos, desde marzo de 1976.

Gallardo, víctima de cuatro secuestros, y que se mantiene vivo sólo por el error de un militar y “gracias a la mano de Dios”, fue llevado de noche, de su casa, en calle Mendoza 1340, por primera vez, mientras dormía con su familia, en agosto de 1975. Algunos de la patota estaban encapuchados. Ingresaron a los tiros, rompiendo y robando todo lo encontraban a su paso, destruyendo colchones, golpeando a sus hijos, una nena de diez años, y un muchacho de dieciséis, y matando al perro.

La misma noche del secuestro, cabe señalar como homenaje a un ilustre abogado, defensor de presos políticos y también asesinado, el doctor Pisarello concurrió al domicilio de Gallardo, para que su esposa firmara un hábeas corpus que jamás fue recibido en la justicia.

Este hombre (Gallardo), por entonces un próspero empresario, vendedor e instalador de equipos de luces y sonido, jamás pudo volver a reconstruir su empresa por los reiterados robos de mercadería que padeció.

En agosto del ’75, entonces, él y su hijo, Carlos Alberto, fueron llevados a la “Escuelita” de Famaillá. Allí padecieron torturas físicas y psíquicas, e incluso le hicieron volar a golpes la dentadura superior al padre, y quebraron una mano al joven. Estaba acusado, Gallardo, de integrar el grupo que colocó una bomba en el aeropuerto, al paso de un avión Hércules. Tal acusación devino porque ese día, volviendo del interior, había pasado con su automóvil por la avenida Benjamín Aráoz (adyacente a la entonces aeroestación), minutos después del atentado.

Un amanecer, atado él de pies y manos fue cuando vio en ese campo de concentración a la joven moribunda, colgada de los tobillos de una viga, en una galería, sangrando y con una herida que iba desde la vagina hasta el cuello. Unos días después, lo llevaron a una oficina, y le destaparon un poco la venda para que pudiera firmar un documento de cuyo texto nada supo. De reojo pudo observar que enfrente suyo había un militar de cierta jerarquía, y un prelado con una faja púrpura pendiendo desde la cintura.

Subidos en la caja de una camioneta, él y su hijo, fueron abandonados frente a la iglesiaSan Pío X, por entonces ubicada sobre Lavalle, cerca de avenida Colón.

“Lo que ocurrió, por algo será…”

Tal fue la afirmación del entonces gobernador Amado Nicomedes Juri, que se negó a recibir a Gallardo en casa de Gobierno, cuando, al día siguiente de su liberación, concurrió acompañado por el senador Corbalán. Este, a su vez, por pedido del senador Dardo Molina, lo había acompañado previamente al despacho del ex jefe de Policía, Arrechea, quién al verlo le dijo “ah… Usted es al que matamos el perro…”

Siete meses después, el 24 de marzo de 1976, alrededor de las 22, en medio de una reunión familiar, volvió la patota, pero esta vez incluso con policías federales, que llevaron a Gallardo a la Jefatura. En la oficina del temido D2, fue insultado y golpeado por Albornoz, y con Arrechea entrando y saliendo del lugar. Aunque esta vez, alrededor de las cinco de la mañana, golpeado pero vivo, salió caminando por la puerta principal del edificio. Al día siguiente otra vez efectuó denuncias por lo ocurrido, sin recibir respuestas ni aclaraciones.

El tercer secuestro ocurrió al mediodía en la vía pública, en la primera semana de abril siguiente, en la intersección de San Martín y Laprida, frente mismo de la Casa de Gobierno y de Plaza Independencia. Llevado a la Jefatura fue otra vez salvajemente torturado por Albornoz y el teniente González Naya. Esa misma noche, alrededor de las 23, fue trasladado al Arsenal en un camión -vaya paradoja- de “transporte de carne”, con otros secuestrados. Cuarenta y ocho horas después, en un automóvil era trasladado a la esquina de avenida Juan B. Justo al 1200, dónde fue otra vez liberado.

Pero en la última semana del mes de abril del ‘77, es otra vez secuestrado en la vía pública, en la intersección de Marco Avellaneda y Córdoba, y llevado por segunda vez al Arsenal. Allí, en una habitación con varios secuestrados, uno de ellos -en muy malas condiciones físicas- pedía que lo mataran. Esto, en medio de quejidos, lamentos y ayes de dolor…

Todos con las manos manchadas de sangre…

Estando allí escuchó gritos de Bussi, ordenando a un grupo de secuestrados que se arrodillara frente a varias fosas que habían sido cavadas en círculo. Allí los iban a ejecutar, y sus cuerpos caían a las fosas. Uno de ellos clamaba para que no lo mataran…

El primero en disparar era el mismo Bussi, pero después debían hacer lo mismo sus subordinados, para que todos tuvieran sus manos manchadas de sangre y participaran del pacto de silencio… Según relatos de un gendarme que declaró en la Embajada de España en Buenos Aires, Germán Torres, una de las víctimas de estas ejecuciones fue una ciudadana española joven llamada Ana Corral.

En la noche siguiente lo sacaron de la habitación y le quitaron la venda. Había tres camiones y delante de cada uno de ellos una fila de víctimas. El primer vehículo estaba destinado a “Disposición Final”. Y allí debió ubicarse Gallardo. Pero otro militar, al preguntar su número de interno, lo hizo cambiar de fila. Y así, por un hecho fortuito, pudo salvar la vida. Ya en el otro camión, fue liberado en Esquina Norte.

En un taxi fue a su casa, se bañó, cambió su ropa, tomó una bicicleta y se fue a la casa de unos compañeros que estaban armando un viaje a Salta. Días después se enteró que en la noche siguiente la manzana fue rodeada por una patota que, otra vez, ingresó a los tiros a la vivienda familiar. Pero Gallardo ya no estaba: había logrado salvarse…

“Pido sólo justicia”, afirmó Gallardo al terminar su larga declaración, que dejó anonadados a los presentes en la sala del T.O.F. tucumano.

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