Por Adriana Meyer
Una parte de las pruebas que activaron la adormecida investigación sobre la desaparición de Luis Arédez, ex dirigentes sindicales, obreros y estudiantes jujeños estaban intactas, guardadas en cajas que aparecieron cuando la Justicia decidió, luego de décadas de mirar hacia otro lado, allanar las propiedades de Ledesma. Incluso algunos papeles habrían estado enterrados en el predio del ingenio. No es la primera vez que aparecen documentos que acreditan las prácticas del terrorismo de Estado, pero la constante de los represores fue la destrucción de todo indicio. La dictadura incluso estableció por decreto la garantía de su propia protección. Sin embargo, los dueños de la tierra, de la vida y de la muerte en Libertador General San Martín confiaron en que nadie jamás los tocaría, y no los incineraron. Es la esencia de la impunidad con la que dominan intocables en ese pueblo, que hasta pierde su nombre cuando lo llaman Ledesma. ¿Cómo se explica si no que ni Olga Márquez de Arédez ni los demás pobladores que se enferman de dolencias respiratorias causadas por el bagazo (desecho de la caña de azúcar) nunca hayan podido obtener en el hospital local un diagnóstico que diga “bagazosis”? Libertador-Ledesma es la localidad de América con el promedio de vida más bajo: 43 años. Durante décadas, los Blaquier cosecharon denuncias –que tampoco prosperaron– de miles de empleados enfermos por trabajo insalubre que fueron despedidos. La mayoría no completaban los 30 años de aportes para obtener la jubilación, y tampoco podían acceder a ella por no tener 65 años de edad. Los Arédez no fueron los únicos pero sí de los primeros y más visibles que resistieron a los Blaquier. Eran las ovejas negras en medio del miedo y el silencio, junto a dirigentes como Jorge Weisz, Carlos Patrignani y Hugo Condorí. A fines de los años ’50, el médico pediatra Luis Arédez era “un mediquito zurdo” que tenía el “gesto demagógico” de recetar remedios caros para los obreros del ingenio, según lo definió el capataz Mario Paz en la película Sol de Noche, de Eduardo Aliverti. “Nosotros coimeamos a todos pero no dejamos las impresiones digitales”, fue la confesión que se le escapó a Paz ante cámara. “Mi marido sacó la estadística de que entre agosto y octubre morían de diez a quince chicos de los trabajadores del ingenio por día, llevaba las denuncias a los ministerios y todas las cajoneaban”, contaba la esposa de Arédez, que era odontóloga.
En 1973 el Partido Justicialista le pidió a Arédez que fuera intendente de Libertador, y aceptó con la condición de que apoyaran su programa: exigir a la empresa Ledesma el traspaso de tierras a la municipalidad, por ser dueña de cerro a cerro en el valle de San Francisco, y que pagara los impuestos de sus tierras y de la fábrica, para poder realizar obras sin depender del gobierno provincial. Durante los ocho meses que duró su gestión, Ledesma pagó tributos sólo por uno. Arédez fue acusado de ser un “infiltrado marxista” y le pidieron la renuncia. Un grupo de civil con ametralladoras tomó la intendencia y lo desalojó. En enero de 1976 el Ejército allanó la villa veraniega de la familia en Tilcara, y el 24 de marzo de 1976 los represores lo sacaron de su casa y lo subieron a una camioneta blanca con el logotipo de Ledesma. Entre el 22 y el 27 de julio, durante la Noche del Apagón, operativos similares secuestraron a unas 400 personas en Libertador y Calilegua, de las cuales 30 siguen desaparecidas. A Luis Arédez lo liberaron el 5 de marzo de 1977, pero su destino ya estaba signado: desde 13 de mayo, que fue secuestrado en la ruta cuando salía del hospital de Fraile Pintado, permanece desaparecido. Y desde entonces su esposa Olga se puso un pañuelo blanco en la cabeza y empezó a marchar en la plaza de Libertador. Primero con otras mujeres, hasta que fallecieron y siguió dando vueltas sola.
Hace siete años, quienes participamos de la multitudinaria marcha por la Noche del Apagón fuimos infiltrados y espiados con absoluta impunidad por una empresa contratada por Ledesma. Algunos colegas experimentados se dieron cuenta de que nos vigilaban, otros marchamos inadvertidos desde Calilegua hasta Libertador y lloramos porque era la primera manifestación sin Olga. Antes de morir de un cáncer inducido por la bagazosis, ella había dejado preparados los detalles de la organización, y una denuncia contra el ingenio para que el acopio del desecho de la caña a cielo abierto dejara de contaminar a su pueblo. Cuando sus cenizas se mezclaron con la tierra de la plaza donde marchó tantos años reclamando por su marido desaparecido, se escuchó el lamento de las copleras, mineras e indígenas, obreras “golondrina” que encomendaban su alma al cielo, mientras las demás mujeres y hombres que siguieron sus pasos en la militancia social gritaban “¡presente!”. “Tengo la esperanza de no irme de este mundo sin que algún gobierno le exija a la empresa que ponga filtros en las chimeneas y que saquen esa montaña de desecho de bagazo que enferma a la gente; alguien tiene que tomar la decisión, que estos señores feudales paguen sus impuestos”, había dicho Olga antes de morir, en marzo de 2005.
El documental de Fernando Krichmar, Diablo, Familia y Propiedad, relata una leyenda según la cual los dueños de los ingenios azucareros tenían un pacto con el Diablo, llamado El Familiar, que consistía en entregar determinada cantidad de trabajadores por cosecha para alimento del Familiar, y a cambio tendrían prosperidad en los negocios. Algunos historiadores asocian este mito a las desapariciones durante la dictadura, otros sostienen que su origen es mucho más antiguo. En cualquier caso, la reactivación de los procesos por delitos de lesa humanidad en Jujuy quizá marquen que llegó la hora de ponerle nombre y apellido al “Familiar”. Algo empezó a cambiar en Libertador-Ledesma, el temor reverencial que allí se respira ante el poderoso gigante del azúcar habría comenzado lentamente a quebrarse. Y aunque el dominio del feudo de los Blaquier se resiste, las conciencias que los Arédez despertaron anhelan que sea el principio del fin de la impunidad.
Una parte de las pruebas que activaron la adormecida investigación sobre la desaparición de Luis Arédez, ex dirigentes sindicales, obreros y estudiantes jujeños estaban intactas, guardadas en cajas que aparecieron cuando la Justicia decidió, luego de décadas de mirar hacia otro lado, allanar las propiedades de Ledesma. Incluso algunos papeles habrían estado enterrados en el predio del ingenio. No es la primera vez que aparecen documentos que acreditan las prácticas del terrorismo de Estado, pero la constante de los represores fue la destrucción de todo indicio. La dictadura incluso estableció por decreto la garantía de su propia protección. Sin embargo, los dueños de la tierra, de la vida y de la muerte en Libertador General San Martín confiaron en que nadie jamás los tocaría, y no los incineraron. Es la esencia de la impunidad con la que dominan intocables en ese pueblo, que hasta pierde su nombre cuando lo llaman Ledesma. ¿Cómo se explica si no que ni Olga Márquez de Arédez ni los demás pobladores que se enferman de dolencias respiratorias causadas por el bagazo (desecho de la caña de azúcar) nunca hayan podido obtener en el hospital local un diagnóstico que diga “bagazosis”? Libertador-Ledesma es la localidad de América con el promedio de vida más bajo: 43 años. Durante décadas, los Blaquier cosecharon denuncias –que tampoco prosperaron– de miles de empleados enfermos por trabajo insalubre que fueron despedidos. La mayoría no completaban los 30 años de aportes para obtener la jubilación, y tampoco podían acceder a ella por no tener 65 años de edad. Los Arédez no fueron los únicos pero sí de los primeros y más visibles que resistieron a los Blaquier. Eran las ovejas negras en medio del miedo y el silencio, junto a dirigentes como Jorge Weisz, Carlos Patrignani y Hugo Condorí. A fines de los años ’50, el médico pediatra Luis Arédez era “un mediquito zurdo” que tenía el “gesto demagógico” de recetar remedios caros para los obreros del ingenio, según lo definió el capataz Mario Paz en la película Sol de Noche, de Eduardo Aliverti. “Nosotros coimeamos a todos pero no dejamos las impresiones digitales”, fue la confesión que se le escapó a Paz ante cámara. “Mi marido sacó la estadística de que entre agosto y octubre morían de diez a quince chicos de los trabajadores del ingenio por día, llevaba las denuncias a los ministerios y todas las cajoneaban”, contaba la esposa de Arédez, que era odontóloga.
En 1973 el Partido Justicialista le pidió a Arédez que fuera intendente de Libertador, y aceptó con la condición de que apoyaran su programa: exigir a la empresa Ledesma el traspaso de tierras a la municipalidad, por ser dueña de cerro a cerro en el valle de San Francisco, y que pagara los impuestos de sus tierras y de la fábrica, para poder realizar obras sin depender del gobierno provincial. Durante los ocho meses que duró su gestión, Ledesma pagó tributos sólo por uno. Arédez fue acusado de ser un “infiltrado marxista” y le pidieron la renuncia. Un grupo de civil con ametralladoras tomó la intendencia y lo desalojó. En enero de 1976 el Ejército allanó la villa veraniega de la familia en Tilcara, y el 24 de marzo de 1976 los represores lo sacaron de su casa y lo subieron a una camioneta blanca con el logotipo de Ledesma. Entre el 22 y el 27 de julio, durante la Noche del Apagón, operativos similares secuestraron a unas 400 personas en Libertador y Calilegua, de las cuales 30 siguen desaparecidas. A Luis Arédez lo liberaron el 5 de marzo de 1977, pero su destino ya estaba signado: desde 13 de mayo, que fue secuestrado en la ruta cuando salía del hospital de Fraile Pintado, permanece desaparecido. Y desde entonces su esposa Olga se puso un pañuelo blanco en la cabeza y empezó a marchar en la plaza de Libertador. Primero con otras mujeres, hasta que fallecieron y siguió dando vueltas sola.
Hace siete años, quienes participamos de la multitudinaria marcha por la Noche del Apagón fuimos infiltrados y espiados con absoluta impunidad por una empresa contratada por Ledesma. Algunos colegas experimentados se dieron cuenta de que nos vigilaban, otros marchamos inadvertidos desde Calilegua hasta Libertador y lloramos porque era la primera manifestación sin Olga. Antes de morir de un cáncer inducido por la bagazosis, ella había dejado preparados los detalles de la organización, y una denuncia contra el ingenio para que el acopio del desecho de la caña a cielo abierto dejara de contaminar a su pueblo. Cuando sus cenizas se mezclaron con la tierra de la plaza donde marchó tantos años reclamando por su marido desaparecido, se escuchó el lamento de las copleras, mineras e indígenas, obreras “golondrina” que encomendaban su alma al cielo, mientras las demás mujeres y hombres que siguieron sus pasos en la militancia social gritaban “¡presente!”. “Tengo la esperanza de no irme de este mundo sin que algún gobierno le exija a la empresa que ponga filtros en las chimeneas y que saquen esa montaña de desecho de bagazo que enferma a la gente; alguien tiene que tomar la decisión, que estos señores feudales paguen sus impuestos”, había dicho Olga antes de morir, en marzo de 2005.
El documental de Fernando Krichmar, Diablo, Familia y Propiedad, relata una leyenda según la cual los dueños de los ingenios azucareros tenían un pacto con el Diablo, llamado El Familiar, que consistía en entregar determinada cantidad de trabajadores por cosecha para alimento del Familiar, y a cambio tendrían prosperidad en los negocios. Algunos historiadores asocian este mito a las desapariciones durante la dictadura, otros sostienen que su origen es mucho más antiguo. En cualquier caso, la reactivación de los procesos por delitos de lesa humanidad en Jujuy quizá marquen que llegó la hora de ponerle nombre y apellido al “Familiar”. Algo empezó a cambiar en Libertador-Ledesma, el temor reverencial que allí se respira ante el poderoso gigante del azúcar habría comenzado lentamente a quebrarse. Y aunque el dominio del feudo de los Blaquier se resiste, las conciencias que los Arédez despertaron anhelan que sea el principio del fin de la impunidad.
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